“LA REBELIÓN DE ATLAS”, DE AYN RAND
Ayn Rand
La rebelión de Atlas
Editorial Deusto, 2019
1232 páginas
Concluyo mis lecturas de las obras literarias de Ayn Rand con una de las más representativas e importantes de toda su trayectoria: La rebelión de Atlas, publicada en 1957. Ya he hablado en este mismo blog de Los que vivimos, de 1936, una novela con fuerte carga autobiográfica, y de El manantial, de 1943, antecedente de La rebelión de Atlas. Me falta releer y reseñar Vivir o Himno, de 1938, una novela breve distópica que se ha comparado en muchos sentidos con el Nosotros de Zamiatin.
La rebelión de Atlas es, sin duda, el compendio de todo el pensamiento de Rand, la culminación de sus ideas sobre la vida y la sociedad. Estamos ante una obra larga, larguísima, casi bíblica en muchos sentidos, lo cual puede dificultar su lectura. Si en Los que vivimos la parte melodramática y de acción tenía gran peso (aunque también la denuncia de un sistema totalitario), y ya en El manantial se apuntaba, de forma más sucinta, casi todo lo que aparece en La rebelión de Atlas, lo cierto es que estas dos novelas anteriores tienen más elementos puramente narrativos y de acción, lo que las hace más ágiles. No quiero decir con esto que la obra que reseño se haga difícil de leer; para mí no lo ha sido, ni siquiera pesada. De hecho, he vuelto a comprobar que Rand era una gran escritora, con talento y pasión. Lo único, que, aquí, la parte ideológica y de manifiesto político se hace mucho más patente y ocupa mucho más espacio y se come casi todo lo demás. Por añadidura, Rand maneja un buen número de personajes.
Se habla de Rand como filósofa, pero, aunque hay en ella una parte de pensamiento filosófico, más bien estamos ante una ideóloga. Si queremos conocer a fondo sus propuestas, merece la pena leer este voluminoso libro. En él, la autora expone de forma muy clara y detallada el objetivismo, la doctrina que creó. El objetivismo defiende la razón por encima de lo irracional, de lo intuitivo y de los sentimientos; apuesta por el individualismo radical, el egoísmo como virtud racional y el capitalismo de libre mercado como el sistema político, económico y social moralmente superior. Para la autora ruso-estadounidense, Estados Unidos era el mejor país del mundo. Un edén. Y allí su novela ha sido muy influyente y se ha convertido en una referencia indispensable para el ultraliberalismo y ciertas tendencias libertarias de derechas.
La historia transcurre en los Estados Unidos del futuro (el futuro de la autora). La economía está colapsando, en gran medida porque el gobierno ejerce un control excesivo. En esa distopía, las personas más creativas y productivas (empresarios, científicos e inventores) están desapareciendo misteriosamente. El país queda en manos de mediocres e inútiles, preocupados sobre todo por parecer individuos entregados al bienestar social y ajeno.
La protagonista es Dagny Taggart, vicepresidenta de una empresa ferroviaria que intenta mantenerse a flote en el caos. Dagny es fuerte, racional, decidida, independiente y libre, atractiva y joven; vive para sí misma y para sus objetivos: un ejemplo del ideal humano que Rand propone. La rodean (y la aman) tres hombres: Hank Rearden, un prestigioso industrial que ha creado un metal más fuerte y ligero que el acero, el metal Rearden; Francisco d’Anconia, joven argentino heredero de una empresa minera y de una gran fortuna; y, sobre todo, John Galt, encarnación masculina de las propuestas e ideas de la autora. La novela comienza cuando la decadencia estadounidense es ya patente; contemplamos en directo su caída en el abismo y la ruina. Sin embargo, hay una luz de esperanza, vinculada a un enclave aislado y secreto donde las mejores mentes del país están creando una utopía.
Frente a estos personajes libres y poderosos, seguros de sí mismos, recios, de una pieza, que tanto gustaban a Rand y que tan bien representan su forma de pensar, están los otros, los melifluos, los presuntamente entregados al altruismo, pero que en realidad son unos hipócritas. Ejemplos son el hermano de Dagny, James Taggart; Lilian, la esposa de Rearden; o la madre y el hermano de este último, todos muy dependientes de las ideas y los trabajos de otros, ya que es el único modo que tienen de conseguir poder y de subsistir, pues ellos mismos son incapaces de aportar valor real alguno a la sociedad: se trata de auténticos parásitos, para la autora.
Igual que en otras novelas de Rand, el maniqueísmo en la caracterización de los personajes aparece de forma muy marcada. Como ya he comentado, la heroína y los héroes principales son personas de enorme inteligencia, casi genios, y además con fuerte personalidad, inmunes a las emociones humanas más habituales, insobornables y valerosos. Los antagonistas resultan ridículos, pobres mequetrefes con una completa dependencia material y psicológica de los más fuertes, como ya he dicho antes. Pero ese contraste tan acentuado resulta poco creíble. Rand olvida que en la cima no solo se encuentran individuos que han llegado allí por mérito propio, sino también muchos que lo han hecho por pertenecer a la familia adecuada, a un grupo de privilegios o por haber robado y explotado a otros. Y olvida que, entre las personas más precarias (y esto se aplica también a los países), la desigualdad y la pobreza no se deben solo a una mala gestión propia, sino a intervenciones externas: expolio, colonización o guerra. Inútiles e idiotas los hay en todas las clases sociales (algo que la autora no desconoce, pero en lo que no hace suficiente hincapié).
Los héroes randianos resultan incluso atractivos por las relaciones sentimentales y sexuales que entablan, muy pasionales y libres. La concepción de la autora está lejos de la moral más convencional. Eso sí, aunque Rand crea una sociedad igualitaria entre mujeres y hombres, su planteamiento no tiene nada que ver con el feminismo. No hay una perspectiva social ni una búsqueda de liberación colectiva o del bien común, ya que la autora detesta precisamente lo colectivo.
La distopía comienza cuando los empresarios, creadores e inventores de ideas y tecnología se hartan de ser explotados por los individuos parásitos sociales y económicos, y huyen sin dar explicaciones ni dejar rastro, para construir un proyecto nuevo a partir de sus ideales. Digamos que se ponen en huelga.
Rand era una mujer muy inteligente, aunque de ideas extremas y poco flexibles. Detestaba el sistema al que la Revolución de Octubre llevó al país en que había nacido; rechazaba el Estado y su burocracia, y prefería una América de pioneros y emprendedores, frente a una Europa caduca, una Unión Soviética totalitaria y otros continentes empobrecidos, a los que había que ayudar y financiar. Aborrecía el concepto de altruismo social y de autosacrificio personal por otras personas, incluso aunque se tratase de tu familia.
Lo asombroso es cómo construyó en La rebelión de Atlas un proyecto de utopía, sin quedarse solo en lo distópico, lo que habría sido más fácil y cómodo. Además, se acercó a la ciencia ficción, que ya había abordado en Vivir o Himno.
La utopía randiana es propia del siglo XX, o incluso de antes: se da en un reducto aislado, oculto, y solo un grupo de personas habita ese espacio. El ideal es absoluto; los pobladores, individuos de una categoría moral e intelectual superior al resto. De hecho, serán quienes, tras el colapso de los Estados Unidos, iniciarán el renacimiento de la nación, ahora basándose en sus propios principios. John Galt y Dagny Taggart se convertirán en los nuevos Adán y Eva que salen del paraíso, no para sufrir, sino para expandirlo al mundo entero. Estamos ante una realidad perfecta, acabada y estática. Es profundamente elitista, desde luego: no hay gente tonta, ni floja ni cobarde en ese enclave. Eso sí, se trata de una sociedad igualitaria, en el sentido de no jerárquica, pese a que haya líderes; cada cual aporta sus conocimientos y aptitudes, lo que mejor sabe hacer, y se da así un intercambio entre pares, tanto mujeres como hombres. No parece que en ese reducto haya muchas familias con hijos, aunque sí parejas. No se muestra a personas enfermas ni con discapacidades. Es una utopía para gente fuerte y sana. No necesariamente todos pertenecen a las clases altas ni son empresarios, industriales o inventores; también puede haber trabajadores manuales, por ejemplo, pero que hagan muy bien su oficio. No se rigen por el principio del bien común, sino por el beneficio individual, por el propio provecho. Para Rand, el objetivo de enriquecerse no solo es lícito, sino una virtud deseable y necesaria. Hay una importante moral del trabajo en la novela, mezclada con la ambición. Digo que este tipo de utopía es propia de siglos pasados porque las actuales se presentan mucho más ambiguas, en proceso y construcción, sin certezas tan determinadas.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando los devotos reales de Ayn Rand intentan llevar a la práctica sus propuestas? No todo aquel que se cree un superhombre randiano lo es en la realidad. Puede tratarse más bien de un arrogante con los pies de barro, un grosero vociferante como Javier Milei, o un autoritario demente como Donald Trump. Que ellos se consideren a sí mismos como superiores no les otorga esa condición. Tampoco se la da la admiración y los halagos de sus seguidores, muchas veces gente fanática, mediocre y violenta, con poca inteligencia real y mucha garrulería, incapaces de autoconciencia.
La utopía de Rand se vuelve tan acartonada e inverosímil como tantas otras, sobre todo las más antiguas. Su elitismo conlleva que no sirva para toda la sociedad, pues poca gente podría alcanzar ese nivel que preconiza la autora. En general, hay inconsistencias en la novela en cuanto a verosimilitud, derivadas del exceso de carga ideológica prescriptiva.
El personaje de John Galt, por ejemplo, a diferencia de Dagny Taggart, muy idealizada pero más creíble, está difuminado, es pura abstracción, sin una personalidad tan atractiva como la de los otros protagonistas. Su larguísimo discurso en la parte final de la obra, que resume todo el pensamiento de la autora, llega a cansar. Habla tanto como lo hacía Fidel Castro, su contrapunto.
En cuanto a los elementos de ciencia ficción, este es un aspecto curioso e interesante. Rand admira a los profesionales de disciplinas técnicas como ingenieros, arquitectos (El manantial) o los industriales del acero y similares (Hank Rearden, en la novela que estoy reseñando). Hay tres nóvums importantes en La rebelión de Atlas: la distopía/utopía (la primera muy clara, la segunda cuestionable, pues se trata de una utopía solo para una élite y de carácter ultraliberal, con lo cual no solo tiene poco que ver con las utopías más sociales, sino que sería considerada un reducto nietzscheano por muchas personas (lo cual no quita que haya que analizarla como lo que es, el proyecto de una sociedad mejor, aunque sea desde una perspectiva tan poco igualitaria)) y otros dos nóvums de carácter técnico: el metal Rearden, una aleación más resistente y ligera que el acero, creada por Hank Rearden, y el motor eléctrico que descubre Dagny Taggart y cuya autoría investiga, un motor de enorme potencia, que no existía en el momento de escribirse la novela (de hecho, en la historia, los trenes se mueven con máquina de vapor, con carbón). Pero no estamos ante una obra de ciencia ficción, aunque haya elementos de este género, pues aquí lo importante no es la especulación a partir de esos nóvums, sino que esas entidades de ficción sirven para reflexiones filosóficas y, sobre todo, sociales e ideológicas.
Ahora bien, ¿no hay nada válido en este libro? Lo hay, en mi opinión, y esta es una mirada muy subjetiva. Tengo que repetir que la novela me gusta literariamente, aunque, por supuesto, se trata de una narración de su época que haría fruncir la nariz a pedantillos actuales, quienes considerarían a Rand, muy probablemente, una mala novelista. ¿En comparación con quién? ¿Con un premio Nobel o con tanta gente que publica hoy y escribe peor?
Y, por otro lado, encuentro bastante positivos algunos planteamientos de Rand. Su negativa al autosacrificio por otras personas, una propuesta muy adecuada para muchas mujeres, obligadas a los cuidados por una moral tradicional. Su denuncia del victimismo, del resentimiento social, de la mediocridad, de la hipocresía, de la vagancia, del no esfuerzo y la apatía parásita, que se transforman en exigencias de ayuda. Además, Rand predica que nadie debe dejar que otras personas saquen provecho de ti, y que nadie debe aprovecharse tampoco de los demás ni emplear la fuerza ni la violencia para conseguir una finalidad. Apuesta por los propios objetivos en la vida, no como lo hace un libro de autoayuda hablando de pensamiento positivo y similares, sino con mucha más rotundidad o incluso rudeza, no hay misticismos sobre el universo en ella. Rand no tolera que se haga algo por quedar bien con otros o porque otros creen que debes hacerlo y te presionan para ello.
En nuestro tiempo vertiginoso, no resulta fácil leer libros tan largos como este, pero yo lo recomiendo si se quiere conocer lo que pensaba la autora y hablar sobre ella. Bien es cierto que su postura es antisocial y ferozmente individualista y capitalista. Rand olvida muchas cosas: las injusticias sociales que vienen del pasado, el hambre, la esclavitud, la colonización, el analfabetismo, la enfermedad, la ancianidad, las guerras y un largo etcétera. Se limita a una burbuja donde un grupo supremacista merece controlar el mundo, pero, ¿qué pensaría ella del tiempo actual, cómo habría respondido en la pandemia (tal vez con el infantilismo del “me quieren encerrar en casa y yo quiero salir porque es mi libertad”), qué diría de la globalización, de las macroempresas privadas que han fagocitado a los empresarios que ella tanto veneraba, del capitalismo financiero, qué diría de Israel, de Palestina, de Trump, de Milei, de la Rusia actual, del desarrollo tecnológico, las armas nucleares, los problemas climáticos y medioambientales?
Termino mencionando lo interesante que sería realizar una lectura comparativa de las obras de Ayn Rand y Emma Goldman. Ambas fueron oriundas del Imperio ruso, de ascendencia judía, ateas de convicción, y rechazaron las religiones por considerarlas irracionales o métodos de opresión de los seres humanos (salvo quienes las inventan, manejan y controlan, claro). Ambas emigraron en su juventud a los Estados Unidos. Goldman nació en 1869 en Kaunas, actual Lituania, y llegó a América antes de que la otra mujer viniera al mundo. Ayn Rand (Alisa Zinóvievna Rosenbaum) nació en San Petersburgo en 1905 y emigró a los Estados Unidos en 1926.
Ambas fueron mujeres inteligentes, de personalidad muy notable y de gran fortaleza, escritoras (aunque solo Rand cultivó la ficción), defensoras del amor libre, luchadoras contra los convencionalismos sociales, opositoras al Estado como maquinaria de control intervencionista y profundamente contrarias a cualquier forma de sumisión. Sin embargo, las diferencias son evidentes. Rand puede considerarse una libertaria con numerosos puntos en común con la derecha más radical y con el ultraliberalismo económico y el capitalismo puro, como se demuestra por quiénes han sido sus seguidores. Goldman, por el contrario, fue una sindicalista que trabajó en oficios manuales como la industria textil, pasó privaciones, estuvo en la cárcel y fue expulsada de Estados Unidos por sus ideas y sus acciones (fue apodada “la mujer más peligrosa de América”), y dedicó toda su vida a un anarquismo con fuerte componente social.
Si bien Rand detestaba sobre todo el colectivismo totalitario, algo que Goldman también rechazaba, sus diferencias son enormes. Rand versus Goldman: individualismo radical frente a lucha en común a través de sindicatos y otros movimientos sociales; empresarios idealizados frente a trabajadores en lucha revolucionaria; defensa de un Estado que al menos garantizara la propiedad privada frente a la abolición del Estado en favor de la autogestión y la ausencia de jerarquías; una desigualdad natural entre individuos moral e intelectualmente incompatibles frente a una humanidad que busca la igualdad, la paz, la anarquía bien organizada y la prosperidad colectiva.
Sus posturas continúan existiendo en la actualidad: hay gobernantes y otras personas de todo tipo que preconizan la sociedad que deseaba Rand, mientras que la utopía anarquista de Goldman sigue siendo un deseo, quizás más minoritario que en tiempos de la luchadora (conviene aclarar que la anarquía no consiste en absoluto en un caos ni en un espacio donde cada cual haga lo que le plazca sin contar con los demás; el anarquismo de Goldman supone un trabajo de construcción de otro orden, no el de los mejores, sino el de todos, iguales y libres). Goldman, evidentemente, era anticapitalista, partidaria de la cooperación y la solidaridad, y no de un elitismo supremacista. Aconsejo leer su autobiografía Viviendo mi vida (1931) o sus escritos, recogidos en numerosos volúmenes, entre ellos Feminismo y anarquismo, publicado por Enclave de Libros y del que tuve la suerte de escribir el prólogo.
Me atrae de Ayn Rand, lo reconozco, esa apuesta radical por vivir según lo que una cree, sin pedir permiso ni buscar la aprobación ajena, sin autosacrificarse por los demás como imposición moral. Y, sin embargo, sigo estando mucho más cerca ideológicamente de Emma Goldman. Su anarquismo solidario, su pasión, su ímpetu y su deseo de construir un mundo más justo me parecen muy necesarios hoy en día.