Daniel
Pérez Navarro
Ritos salvajes
Málaga,
El Transbordador, 2019
Volumen
1. “Inextinguible”
Volumen
2. “Zoo”
Volumen
3. “Bestiario”
Empecé
a leer Ritos salvajes, de Daniel
Pérez Navarro, con ganas. Conocía, del autor, su novela corta Los príncipes de madera y un cuento “Kalamazoo”,
publicado en la revista Supersonic nº 2.
Mis reacciones durante la lectura fueron las siguientes: al principio, me
gustó; luego, no me gustó nada, pensé: ¿por qué hace hablar tan mal este señor
a sus personajes?; después: esto empieza a desagradarme mucho, no sé si
dejarlo, pero voy a continuar, porque quiero saber qué pasa y de qué va el
libro; maldita sea, no lo puedo dejar, me está atrapando, no me lo puedo creer;
y, por último: pues ahora resulta que me ha gustado bastante y voy a releer el
libro con tranquilidad para entenderlo mejor.
Ritos salvajes
es una obra extraña, perturbadora. Se trata de un tríptico compuesto por tres
novelas cortas: “Inextinguible”; “Zoo”, dividido en «El hombre de la jaula» y
«Las mujeres de la jaula»; y “Bestiario”, dividido también, a su vez, en «El
hombre oso» y «El bestiario». Las tres historias, independientes, se relacionan
entre sí, no obstante, temáticamente y mediante algunos personajes.
Hay que leer con calma
y atención. No es un libro para prisas. Conviene fijarse en los detalles.
Estamos ante una sucesión de piezas que encajarán al final. Merece la pena una
segunda lectura si la primera ha sido demasiado rápida o nos ha dado una visión
imprecisa del conjunto.
El estilo es sencillo,
no encontraremos ninguna complicación. No hacen falta barroquismos. Frases más
bien cortas, donde abundan los paralelismos, es decir, la repetición de la
misma estructura sintáctica (sujeto + verbo + predicado). Esta repetición, que
podría convertirse en un demérito, aquí funciona muy bien, al crear un ritmo
monocorde, casi hipnótico.
En la primera historia,
“Inextinguible”, el autor nos lleva a un minúsculo islote con ese nombre, en
danés Uudslukkelige. En el islote hay un faro y en el faro se ha instalado una
escritora danesa, Karen, la “Rowling del norte”, famosa por su literatura
infantil y juvenil, al estilo de la serie Harry Potter o de Los cinco, de Enid Blyton. Karen ha heredado ese
islote de su padre, constructor de faros, y se ha retirado allí, a un paraje no
solo solitario, sino bastante arisco. Daneel, su traductor, que, además, ha
sido su amante, va a visitarla, con la intención de hacerle reconsiderar la decisión
de vivir en ese faro que parece el del fin del mundo, como en la novela de
Verne. Este argumento realista se transformará, de pronto, en algo muy
distinto. Una metamorfosis, la primera de muchas.
Atención a las
múltiples referencias literarias, cinematográficas y musicales. Unas son reales
y otras, diría yo, inventadas. Se va tejiendo así una red, un entramado donde
la realidad y la ficción, la ficción real y la falsa se mezclan. Sin embargo,
¿qué quiero decir al hablar de “ficción real” y “ficción falsa”? Al releerlo,
me parece que esas expresiones no tienen mucho sentido, la ficción es per se falsa, si es ficción no es real.
Ese entramado que sujeta por debajo las historias resulta endeble, poroso,
tiene agujeros. Agujeros.
Acordémonos de Hans
Christian Andersen. ¿Escribía para la infancia? A mí Andersen siempre me ha
parecido patético y aterrador, con una ideología repugnante. Hay algo siniestro
y una crueldad poco disimulada en muchos cuentos de hadas y, desde luego, en
los del escritor danés (la misma procedencia de Karen). Ya se encargó Angela
Carter de mostrar la feroz didáctica que ha habido en los cuentos de hadas,
sobre todo para con las niñas.
Algo cambia de súbito en
la trama que se ubica en el faro del islote Inextinguible, ya lo he comentado
antes, pero no puedo decir qué es. Solo mencionaré que aparecen niños. Y un
Magister Ludi. Y que Daneel empieza a recordar su propia infancia: él no fue
nunca un chico precisamente normal. Tampoco fue Harry Potter, ni un personaje
de Verne. Ni de Los cinco. Ni siquiera como los que inventa la propia Karen,
tan simpáticos, tan entrañables.
“Zoo” es la segunda
historia de este tríptico, protagonizada por Kuni, un hombre enjaulado en un
zoo y que antes se llamaba, ejem ejem, doctor Pérez (miren la biografía del
autor). Junto a Kuni hay varias mujeres. Ellas y él son atracciones del zoo,
como el resto de los animales.
Y por último,
“Bestiario” nos cuenta de hombres oso (es decir, la versión osuna del hombre
lobo); sobre telquines, que ya
averiguarán ustedes lo que son; sobre niños desaparecidos durante una excursión
campestre a un lago o más bien a una presa (que son todavía más chungas que los
lagos); y sobre cazadores de bestias y monstruos, perseguidores que acaban por
no diferenciarse de sus presas. Ah, y sobre caballeros andantes. También
aparecen referencias históricas: el autor nos lleva hacia atrás en el tiempo
para hablarnos de esta cuestión, los hombres oso, de sucesos acaecidos en torno
a ellos en el pasado.
¿Qué fabrica Pérez
Navarro con todo esto? Bien, un mosaico tan duro como hipnótico acerca de la
monstruosidad y la bestialidad. Habla sobre realidad y ficción, los límites
imprecisos entre una y otra, y no solo entre lo real y lo ficticio, sino entre
lo racional versus lo irracional
(insano, demencial, enloquecido). Estamos ante la esencia del género
fantástico: hacernos dudar sobre nuestras certidumbres. El libro de Pérez Navarro
se convierte en una criatura híbrida y espantosa, con una estructura profunda
que nos sacude como un seísmo, nos golpea en la tripa.
En la infancia soñamos
con monstruos: pesadillas. Monstruos bajo la superficie del agua o bajo la
cama. Nos dicen que son mentira, pero ¿y si fuesen verdad? ¿Y si hubiese otras
dimensiones en las que realmente existen y podemos acabar en una de ellas, o
estas criaturas pueden acceder a la nuestra? ¿Acaso no son, todos esos cuentos
y leyendas, avisos de peligros? ¿Y si el monstruo, la bestia, no está en otro
lugar, en una realidad paralela, en el fondo de un lago escocés, en el reino de
los sueños, sino en nuestra propia alma, escondido o hibernando para despertar
un día?
¿Qué diferencia hay
entre un caballero andante vestido con armadura de plata y un repulsivo cazador
de hombres osos? ¿Perciben los niños el horror con más claridad que los
adultos? ¿Acaso la violencia con que tratamos a los animales no resulta
demasiado parecida a la que usamos entre los de nuestra propia especie?
El libro está muy
trabajado y es un placer leerlo, pese a su crudeza. Nos encontramos, en efecto,
tal y como señala el título, ante ritos salvajes, descarnados, porque la carne
se consume, se quema, se devora. Los ritos suelen implicar sacrificios de
sangre y aquí no se distingue entre humanos y bestias, recuérdenlo. Y no olviden
tampoco la frágil frontera entre los monstruos y nosotros. Esa frontera es
horizontal: la superficie, la tierra, por un lado; por otro, lo profundo, lo
subterráneo o subacuático. Lo consciente y lo inconsciente, vamos. Pero existe
otra frontera vislumbrada en este tríptico: esas dimensiones paralelas entre
nuestro mundo y otros, entre la ficción y lo que llamamos realidad. Fronteras
con agujeros. El caso es que, por todas partes, nos acechan los peligros. Nos
encontramos como prisioneros en jaulas. Y el enemigo puede estar dentro también
de esos barrotes.
Hay que tener cuidado con los embalses, con
los islotes perdidos, sobre todo si tienen un faro, con los niños (desde luego),
con los superhéroes y cazadores de hombres osos y vampiros en nombre del Bien, y
con quienes escriben desde una mente tan perturbada, porque reflejan la nuestra
y eso no nos va a gustar.