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20 de marzo de 2010

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y Solaris, de Stanislav Lem


Stanislaw Lem. Solaris. Barcelona, Minotauro, 2008. Traducción de Matilde Horne y Francisco Abelenda. 240 p.


Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas. Traducción de Sergio Pitol. Barcelona, Lumen, 1999. 155 p. (Palabra en el tiempo, 104)

El corazón de las tinieblas. Traducción de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo. Madrid. Alianza Editorial, 2010. 208 p. (El libro de bolsillo. Biblioteca de autor, 306)



Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Nos podíamos ver a nosotros mismos como los primeros hombres tomando posesión de una herencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda, de un trabajo excesivo.Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas.

El hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado ín­tegramente sus propios abismos, ese laberinto de oscuros pasadizos y cámaras secretas, sin haber penetrado en el misterio de las puertas que él mismo ha conde­nado.Stanislav Lem. Solaris.

En la literatura, como en la vida, las comparaciones pueden ser odiosas, sobre todo si hablamos de calidad literaria; pero hay sin embargo ocasiones en que relacionar dos libros nos aporta una profundización mayor en ambos: pues toda obra esta conectada, en su tema, su argumento, su trama y su urdimbre, su estilo, sus personajes, a otros libros, a la red total de la literatura.

Voy a comparar dos novelas: El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y Solaris, de Stanislav Lem.
Ambos escritores eran polacos. Curiosamente nacieron en ciudades que actualmente pertenecen a Ucrania.

Joseph Conrad nació en Berdyczów (entonces dominada por el ejército ruso), el 3 de diciembre de 1857 (fallecería en Inglaterra en 1924). Su nombre de origen era Józef Teodor Konrad Korzeniowski, y adoptó el de Joseph Conrad al nacionalizarse británico; eligió el inglés como lengua de escritura. Sus padres fallecieron siendo él aún niño; el padre fue un nacionalista que luchó por la liberación de Polonia, ocupada entonces por tres potencias que se habían repartido su territorio: Rusia, Prusia y Austria. Conrad fue educado entonces por su tío; estudió en Cracovia y a los 17 años se enroló en la marina mercante francesa.
Fue un hombre de mar, un aventurero. En 1889 viajó al Congo, donde conoció las atrocidades que cometían los colonos contra la población nativa. Conrad calificó aquella empresa como “la más vil rapiña que haya jamás desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica”. Fue este viaje el que le inspiró El corazón de las tinieblas.

Stanisłav Lem nació el 12 de septiembre de 1921 en Lwów, entonces Polonia y actualmente Ucrania, y murió en 2006 en Kraków, Polonia. Inició estudios de medicina, pero la Segunda guerra mundial le obligó a interrumpirlos. Durante la guerra fue miembro de la resistencia polaca. Su familia, católica pero de ascendencia judía, logró salvarse del Holocausto. En 1944 el ejército de la URSS toma la ciudad y Stanisłav es repatriado a Cracovia, donde retoma sus estudios de medicina en la especialidad de Psicología. En 1948 abandona la carrera por sus discrepancias ideológicas, y evitando así la incorporación forzosa a filas como médico militar. No fue un adepto al régimen socialista, lo que como es de suponer le ocasionó problemas.

A diferencia de Conrad, Lem fue sobre todo un intelectual. Es considerado uno de los mejores escritores de ciencia ficción, y uno de los pocos autores de habla no inglesa que ha alcanzado fama mundial en ese género.

Sus libros tienen un fuerte contenido filosófico, y especulan sobre cibernética y nuevas tecnologías, sobre la naturaleza de la inteligencia, las posibilidades de comunicación y comprensión entre seres racionales; asimismo sobre las limitaciones del conocimiento humano y el lugar de la humanidad en el universo.

Ambos, Conrad y Lem, escriben novelas de lectura no precisamente fácil, complejas, duras, desoladoras: el hombre del siglo XIX publica, en 1899, El corazón de las tinieblas, una odisea que transcurre en África, en Congo, un país que tiene aún mucho de desconocido y extraño; pero esa odisea es mucho más que el recuerdo de un viaje autobiográfico del autor, pues su carácter simbólico se eleva desde las primeras frases.
Un viaje de exploración, de conocimiento –y desconocimiento-, una odisea también es la narrada en Solaris (1961), por ese otro polaco que ya no podía situar un territorio inexplorado, ignoto, en nuestro propio mundo, como hacían los escritores de aventuras del siglo anterior. A mitad del siglo XX, es la ciencia ficción, los viajes siderales y la colonización de nuevos mundos lo que reemplaza a las tradicionales odiseas terrestres.

Básicamente, hay un elemento común en ambos textos: el enfrentamiento del ser humano con una naturaleza extraña, más fuerte que los hombres, una otredad absoluta, aterradora por ello y porque nos desvela que ni siquiera somos capaces de explorar y conocernos a nosotros mismos.

El corazón de las tinieblas.
¡Es curiosa la vida... ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo... que llega demasiado tarde... una cosecha de inextinguibles remordimientos.

A bordo de un barco, el Nellie, en la desembocadura del Támesis, durante un crepúsculo, el marinero Marlow (alter ego del autor) cuenta a unos amigos su viaje hasta África y por el río Congo: una travesía que será una sucesión de experiencias rayanas en el absurdo, incluso en la alucinación surrealista, y al final de la cual encontrará a Kurtz, agente comercial al servicio de la compañía europea que ha contratado a Marlow; Kurtz es su mejor agente, el que más marfil consigue y envía. Es además una figura enigmática y ambigua, sin duda poderosa, fascinante a la vez que terrible para todos quienes le conocen. Marlow lo hallará enfermo y demente, y lo verá morir en el viaje de regreso.

Mientras que Marlow, como Lord Jim, otro personaje de Conrad, es un hombre íntegro, y su ética y su dignidad le permiten sobrevivir –aun con ciertas secuelas–, a ese viaje a los infiernos en que se convierte la travesía por el río Congo, Kurtz no lo logra: ha llegado a África impulsado por ideales de progreso y por la idea de una necesaria tarea civilizadora hacia los nativos (aunque éstos no se la hayan pedido), pero sucumbe al ansia de poder, de riqueza, a la vanidad de ser idolatrado, al hechizo del mal, y sobre todo, a la propia selva, pues ésta “había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había mirado a su interior y había enloquecido
La novela puede leerse como una crítica a la colonización del Congo, a sus excesos y horrores, a la brutalidad de los europeos hacia los nativos. No obstante esta visión crítica, la novela de Conrad ha sido considerada racista, debido a cómo habla de los nativos africanos.
El escritor y crítico nigeriano Chinua Achebe, en su ensayo Una imagen de África: racismo en «El corazón de las tinieblas» de Conrad (An Image of Africa: Racism in Conrad's "Heart of Darkness"), negaba que se pudiera considerar "obra de arte" una novela que reducía a los africanos a una condición infrahumana. Pese a que esta lectura de Achebe ha sido a su vez criticada alegando que distorsiona de la verdadera(¿?) intención de Conrad, en mi opinión el racismo existe, aunque la obra esté magníficamente escrita y tenga dimensiones simbólicas que van mucho más allá de la visión del autor sobre los africanos o los colonizadores europeos. En realidad Conrad no muestra piedad ni por unos ni por otros: indígenas y extranjeros están prisioneros en un mundo de pesadilla, caos y degradación.

Por añadidura, es ésta una novela masculina, en la cual las mujeres quedan relegadas al papel de la espera, el amor (la prometida de Kurtz, por ejemplo), o, en palabras del propio Marlow:
Ellas, las mujeres quiero decir, están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos ayudar a permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir nosotros la peor parte.”
(…)
Es extraordinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden situarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca ha existido ni podrá existir nada semejante. Es demasiado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos endemoniados hechos con que nosotros los hombres nos las hemos tenido que ver desde el día de la creación, surgiría para echarlo todo a rodar

Este paternalismo relega a las mujeres a un mundo de sueños e idealizaciones. Es lo que ha hecho el patriarcado cuando pretendía ser benévolo con nosotras. Si hubiera que eliminar de la historia de la literatura, negándolas la consideración de obras de arte, a todas las novelas machistas o misóginas ¿con cuántas nos quedaríamos?

Más allá de estas consideraciones sociales e históricas, el carácter simbólico, de fábula moral, de la novela de Conrad es tan poderoso que se alza por encima de todo, de ahí la fascinación que produce la obra (¿fascinación por lo bello aunque sea abominable?).

Conrad nos habla del hombre (varón, ya hemos visto) enfrentado a una naturaleza primigenia, a la anarquía y el misterio de la Tierra aún no dominada: la selva es libre, oscura, monstruosa, y frente a esa jungla africana cuya fuerza resulta todavía incontrolable, cuyo poder y vastedad desata instintos olvidados, la integridad humana es puesta a prueba, en la ausencia de presiones sociales, pues esa ausencia conduce a la pérdida del autocontrol, y a ser devorado por la oscuridad, la barbarie, la bestialidad, la locura, el mal, el horror que Kurtz nombra en su agonía.

Dice Marlow:
Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas.”

El corazón de las tinieblas está escrita con un lenguaje impropio para una historia de viaje y de aventuras, un lenguaje de la aflicción, profundamente emotivo; con un ritmo y una sonoridad asombrosas en un autor para quien el inglés no era su lengua materna, música que logra conservarse bastante bien en las dos traducciones al castellano que yo he leído (la de Sergio Pitol para Lumen, y la de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo, para Alianza Editorial). Tiene descripciones bellísimas, de una visualidad deslumbrante (de luces y sombras, blancos y negros, blancuras que resplandecen, oscuridad que destella), de una densidad y untuosidad que nos envuelven como una tela de araña, y nos conduce in crescendo en una atmósfera opresiva, ominosa, de alucinación y pesadilla.

Conrad habla de la soledad, de lo siniestro (aquello que debería estar oculto pero que ha salido a la luz), de la libertad (y recuerdo aquí la frase con que la poeta argentina Alejandra Pizarnik acaba su magnífica obra La condesa sangrienta, sobre la asesina húngara Erzébet Báthory: “ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”). Y nos habla de lo tenebroso entendido como el mal (la violencia, la codicia, o también el vacío que llevan dentro algunos hombres, y puede llenarse de esas tinieblas); o eso/ese extraño que encontramos en el mundo, en los otros, pero también, siempre, en nuestro propio interior.

Solaris, la soledad
El océano vivía, pensaba, actuaba. El "problema Solaris" no podía desecharse como absurdo. Nos en­contrábamos al fin con una Criatura. La partida "per­dida" ya no estaba perdida... Ya nadie podía du­darlo. De buena o mala gana los hombres tendrían que prestar atención a ese vecino a años luz de dis­tancia, situado no obstante dentro de nuestra esfera de expansión, y más inquietante que todo el resto del universo.

Solaris no es una historia en blanco y negro, como la novela de Conrad, sino en color: dos soles, uno rojo y otro azul, iluminan el planeta y la Estación del mismo nombre, con tonos anaranjados, violetas, cárdenos, escarlatas, plateados, cobaltos, negros. Son colores metálicos, fríos: estamos en otro lugar del cosmos, en un mundo envuelto por un mar plasmático que puede crear formas, estructuras que se solidifican y se deshacen (mimoides, simetríadas y asimetríadas), más o menos reconocibles desde los ojos humanos.

Ese océano es un ser vivo, inteligente, pero sus exploradores terrestres no han logrado contactar con él, ni siquiera comprenden qué es y por qué actúa cómo lo hace. “No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que nece­sitamos son espejos.”, dice un personaje de la novela. Así es. Los seres humanos imaginamos alienígenas de todo tipo, pero siempre desde nuestro antropocentrismo. Incluso los oankali de la trilogía Xenogénesis de Octavia Butler, que repugnan a primera vista a los terrestres; incluso los insectores que Ender aniquila en la novela inicio de su saga (El juego de Ender, de Orson Scott Card), o los cerdis de la novela posterior, La voz de los muertos; incluso Alien, nuestro ya muy querido octavo pasajero, son reconocibles a nuestra mirada, aunque los temamos o despreciemos, los odiemos o amemos, nos devoren o los destruyamos. Pero Solaris no. Solaris es un enigma total, es una otredad absoluta. Pero quizás lo que nos depare el Universo, si navegamos por él y buscamos y encontramos otras formas de vida, sea eso, algo tan diferente que ni lo podemos comprender o incluso concebir.

Los científicos terrestres no entienden a ese océano, y posiblemente el mar tampoco los entienda a ellos. Sin embargo es más poderoso que los hombres: puede leer, adentrarse en sus mentes, y extraer recuerdos de éstas.

Cuando el astronauta Kris Kelvin llega a la Estación Solaris, suspendida en el aire sobre el océano, encuentra que de tres de sus ocupantes, uno, Gibarian, ha muerto; el otro, Snaut, está aterrorizado, y el tercero, Sartorius, encerrado a cal y canto en el laboratorio. Los dos supervivientes parecen no estar en sus cabales. El relato se acerca por momentos a la historia de terror: la atmósfera es opresiva, claustrofóbica, amenazante. Pro Kelvin descubrirá en su propia experiencia qué ocurre: hay otros habitantes en la Estación, y son literalmente, fantasmas: personas vinculadas a la vida de los humanos, pero que ya han muerto, y reaparecen, para pesadilla o desdicha o felicidad de los terrestres (o todo a un tiempo). Son fantasmas tan alienígenas como el océano que los produce y envía (¿para qué y por qué?: sólo se sabe que a ha sido a partir de que los exploradores bombardearan con radiación el océano); los visitantes están compuestos de partículas subatómicas, neutrinos. Kelvin reencuentra a Harey, su esposa, muerta por suicidio años antes.

Al principio, el miedo y la repulsión que siente por esa visitante inesperada le lleva a intentar eliminarla enviándola en un cohete a orbitar alrededor del planeta.

Pero Harey regresa: parece real, de carne y hueso, y siente, y piensa, y empieza a darse cuenta de quién es y a preguntarse qué es (no un sujeto, sino un objeto tanto de Solaris como de la memoria de Kelvin) y esa condición le hace sufrir, hasta el punto de volver a intentar suicidarse, aunque ahora no puede conseguirlo, porque su especial naturaleza hace que su cuerpo se regenere.

Kelvin no desea ya que Harey se vaya: la pena, la nostalgia, la culpa, y también el amor, también el sueño imposible de una segunda oportunidad para ambos, le hace aferrarse a la compañía de la visitante.

Aunque también es ésta una novela de protagonismo masculino, en que las mujeres son vinculadas al amor, la diferencia con El corazón de las tinieblas sí es aquí apreciable. Harey se convierte poco a poco en un ser activo, pensante, atormentado, conmovedor. Hay un capítulo (“El viudo en el espacio”), dedicado a ella como révenante (la que ha vuelto de la muerte), al libro de Lem y a las dos adaptaciones cinematográficas que se han hecho del mismo en el ensayo de Pilar Pedraza Espectra: descenso a las criptas de la literatura y el cine. (Madrid, Valdemar, 2004)

No desvelaré el final de la historia, lo que sí diré es que cada vez que he leído Solaris me he preguntado qué visitantes vendrían a mí de estar yo en esa estación.

Igual que en El corazón de las tinieblas, en la novela de Lem se pueden encontrar diversas dimensiones simbólicas.

Como científico, Lem nos habla de ciencia y nos hace una parodia de ella (con sus limitaciones, sus controversias, sus dislates), aunque realmente las bastante extensas disquisiciones sobre qué es Solaris resultan muy interesantes: ciencia ficción dura, pero de la buena. Se nota además que el autor era un hombre amante de las bibliotecas. También nos habla de Dios, de su naturaleza y su condición de creador; de los enigmas del cosmos; de los misterios que nuestros corazones ocultan; del amor; de los sueños, de las vanas esperanzas que sin embargo son necesarias para seguir viviendo.