Siguiendo con lo que contaba en la publicación anterior sobre mi lectura en mi infancia de “Miguel Strogoff”, de
Julio Verne, no se me olvida tampoco la sobrecubierta del libro de Bruguera
donde finalmente pude leer la novela al completo. Esa sobrecubierta era de
papel satinado y llevaba una escena pintada en colores vivos. En este caso,
aparecía el héroe, rubio y con barba, con una especie de casaca de color
blanco, sucia de polvo y sangre, pero todavía con un extraño brillo. Dos
tártaros le sujetaban por los brazos. Strogoff miraba al frente. Más en primer
plano, otro tártaro sostenía un sable calentado al rojo vivo, con el que
quemaría los ojos al correo ruso, que esperaba impasible su destino. Aquella
portada, como las otras de la misma colección de libros, era toda una obra de
arte.
Tiempo después, conseguí también la
versión en tebeo, de la misma editorial, ejemplar que aún conservo. Repito que
los dibujantes de entonces eran verdaderos maestros. En el caso de Miguel
Strogoff, la portada era de Antonio Bernal Romero y las viñetas interiores y
adaptación corrieron a cargo de Juan García Quirós. Esa portada resulta muy
curiosa, porque Strogoff aparece a la izquierda según se mira y se diría que en
segundo plano, ya que el primero lo ocupa Nadia Fedor, caída en la tierra y con
un gesto de terror ante el ataque de un gigantesco oso pardo que llena
prácticamente el centro de la imagen. Strogoff, enarbolando un cuchillo en su
mano derecha y corriendo hacia el animal, va vestido de verde, disfrazado de
comerciante, aunque ese traje sigue manteniendo un cierto aire de uniforme
militar, como para que no olvidemos quién es realmente el que lo lleva. San
Jorge, el oso-dragón y la doncella en apuros. En las viñetas interiores, Miguel
es un joven rubio, con un pelo casi dorado, sin barba, muy guapo ─sí, aquellos
dibujos podían crear a la perfección hombres y mujeres bellos u horribles─ y
Nadia, a su vez, también aparece blanca y rubia, hermosa, mientras que Iván
Ogareff, el «traidor», tiene el pelo y la barba oscuros, como su amante, la
gitana Sangarra. Los antagonistas estaban, pues, racializados, máxime cuando
hay que añadir al tártaro Féofar-Khan, el supervillano de la historia, el
oriental perverso.