Me lo dijo mi última exnovia (con quien por cierto duré bien poco):
«¡Vaya cara que tenías en esa foto!». Estábamos sentada s
en el sofá de mi casa, mirando el álbum de imágenes de mi vida. ¡Qué romántico
me parecía entonces eso, contemplar con tu amante las fotografías de las sendas
infancias, en blanco y negro y ya un poco arrugada s,
como yo empiezo a estarlo (y mi última exnovia, no es por nada , también).
La foto estaba fechada
atrás: 8 de mayo de 1971. Era el día de mi primera comunión.
«Pero ¿qué te pasaba?», me preguntó mi ex, «pareces muy seria, muy
triste, casi enfada da, y eso que
llevabas un vestido tan bonito…».
Es una mañana de primavera y ha empezado a llover. Estoy en la calle,
en un barrio al sur de Madrid, camino de la iglesia. Llevo un
vestido blanco, primoroso, zapatos
inmac ulados, guantes níveos, y un
gorrito igual a esos que luego vi en La
casa de la pradera. Miro por aquellas gafitas de concha, anaranjada s, que llevé desde tan pronto. Mi tía Rosa, de
negro (apenas se la ve, sólo su brazo), ayuda a levantar mi vestido contra la lluvia. Sujeto con
las dos manos un paraguas abierto, muy grande, que era de mi madre.
«Claro», aventuró mi exnovia, «si no sonreías ni un poco debió ser
porque estabas preocupada pensando
que se te mancharía el vestido con
el agua».
Pues no. La verdad, la verdad que escondían mis labios contraídos, mi rostro
impasible, era otra. Por eso toda la vida he mirado esa foto con la misma cara
de póker que entonces.
La verdad no la ha sabido
nadie, nunca, hasta ahora que os la voy a contar.
Yo siempre quise hac er la
primera comunión vestida de almirante. Todavía hoy, cuando paso junto a una
tienda de trajes de comunión, me planto ante el escaparate a elegir cuál me
gusta más: desde luego no el de simple marinero, ni tampoco el azul marino,
sino el uniforme color marfil, con entorchados, cordones, botonadura de oro. No
más ni menos hortera que el vestido
blanco azucena de las niñas que se disfrazan de novias. Siempre me quedo un
buen rato parada allí, mirando tras
el cristal. Pero, de verdad, nunca he querido
ser almirante, prefería ser grumete o piloto de una nave espac ial… Estoy muy contenta de haberme convertido en feminista, pac ifista,
queer y perroflauta. Sin embargo no consigo evitar lo de pararme ante las
tiendas de trajes de comunión y preguntarme por qué, por qué no me pude vestir
así, con esa guerrera y pantalón tan blancos y tan bonitos, si lo deseaba tanto
y lo prefería. Por qué no pude pedirlo, confesarlo. ¿Os imagináis la cara que
hubieran puesto mis padres, mis tías, mis compañeras de colegio, el párroco?
Me alejo del escaparate cabizbaja, con el mismo gesto adusto de la
fotografía, aunque ahora la imagen sea en color.
Lola Robles
Noviembre 2007
Nueva versión, mayo 2012