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7 de enero de 2017

SIEMPRE QUISE HACER LA PRIMERA COMUNIÓN VESTIDA DE ALMIRANTE

Me lo dijo mi última exnovia (con quien por cierto duré bien poco): «¡Vaya cara que tenías en esa foto!». Estábamos sentadas en el sofá de mi casa, mirando el álbum de imágenes de mi vida. ¡Qué romántico me parecía entonces eso, contemplar con tu amante las fotografías de las sendas infancias, en blanco y negro y ya un poco arrugadas, como yo empiezo a estarlo (y mi última exnovia, no es por nada, también).
La foto estaba fechada atrás: 8 de mayo de 1971. Era el día de mi primera comunión.
«Pero ¿qué te pasaba?», me preguntó mi ex, «pareces muy seria, muy triste, casi enfadada, y eso que llevabas un vestido tan bonito…».


Es una mañana de primavera y ha empezado a llover. Estoy en la calle, en un barrio al sur de Madrid, camino de la iglesia. Llevo un vestido blanco, primoroso, zapatos inmaculados, guantes níveos, y un gorrito igual a esos que luego vi en La casa de la pradera. Miro por aquellas gafitas de concha, anaranjadas, que llevé desde tan pronto. Mi tía Rosa, de negro (apenas se la ve, sólo su brazo), ayuda a levantar mi vestido contra la lluvia. Sujeto con las dos manos un paraguas abierto, muy grande, que era de mi madre.


«Claro», aventuró mi exnovia, «si no sonreías ni un poco debió ser porque estabas preocupada pensando que se te mancharía el vestido con el agua».
Pues no. La verdad, la verdad que escondían mis labios contraídos, mi rostro impasible, era otra. Por eso toda la vida he mirado esa foto con la misma cara de póker que entonces.
La verdad no la ha sabido nadie, nunca, hasta ahora que os la voy a contar.
Yo siempre quise hacer la primera comunión vestida de almirante. Todavía hoy, cuando paso junto a una tienda de trajes de comunión, me planto ante el escaparate a elegir cuál me gusta más: desde luego no el de simple marinero, ni tampoco el azul marino, sino el uniforme color marfil, con entorchados, cordones, botonadura de oro. No más ni menos hortera que el vestido blanco azucena de las niñas que se disfrazan de novias. Siempre me quedo un buen rato parada allí, mirando tras el cristal. Pero, de verdad, nunca he querido ser almirante, prefería ser grumete o piloto de una nave espacial… Estoy muy contenta de haberme convertido en feminista, pacifista, queer y perroflauta. Sin embargo no consigo evitar lo de pararme ante las tiendas de trajes de comunión y preguntarme por qué, por qué no me pude vestir así, con esa guerrera y pantalón tan blancos y tan bonitos, si lo deseaba tanto y lo prefería. Por qué no pude pedirlo, confesarlo. ¿Os imagináis la cara que hubieran puesto mis padres, mis tías, mis compañeras de colegio, el párroco?

Me alejo del escaparate cabizbaja, con el mismo gesto adusto de la fotografía, aunque ahora la imagen sea en color.


Lola Robles
Noviembre 2007
Nueva versión, mayo 2012