Y ahora que el relato camina hacia su fin descendiendo por una pendiente de suave tristeza (porque la tensión prolongada a lo largo de tantas páginas, más de mil, llegó ya, hace unos cuantos capítulos, a su punto máximo, estalló como una tormenta, y después sólo ha quedado el epílogo, la despedida), ahora sabes que te falta poco, uno, dos días, para el momento de cerrar el libro por última vez, y quedarte meditando con la mirada fija en el aire, un vacío dentro de ti. Habrá acabado la aventura, y nunca podrás repetirla del mismo modo; durante unos momentos sopesarás el grueso volumen (tomo tercero, El retorno del rey), lo apretarás entre las manos, para colocarlo luego en su lugar en la estantería, y se quedará allí (aunque lo busques de vez en cuando para releer una frase o quitarle el polvo); allí, en el pasado. Y es que, aun si dejaras transcurrir años que te trajesen el olvido y una tarde del futuro abrieras otra vez el libro, ya no sería igual; en este tipo de historias, fundamentadas en los hechos, en la espera y el misterio, en la sorpresa, no es posible volver a sentir una ansiedad idéntica, el mismo deseo de continuar la lectura para desvelar enigmas, la misma tensión ante cada intrincado peligro. No es posible, porque recordarás la solución final de todos los secretos, sabrás qué encierra El Señor de los Anillos tras su título.
Acuérdate, hace unos meses, cuando lo compraste. Tendrías que preguntarte primero qué te llevó a elegir ese libro y no otro, quizás precisamente el título sonoro, tan perfecto, uno de esos nombres que incitan a la lectura por sí solos, por su belleza. Pues bien, elegiste El Señor de los Anillos por lo que ese título te sugería, no sólo porque alguien te lo hubiese recomendado, sin que supieras de qué trataba y a pesar de los tres tomos.
Y al otro día empezaste a leer; siempre resulta difícil comenzar un libro, todo es demasiado nuevo, se tarda en habitar una historia como en relacionarse con una persona desconocida de quien no sabes virtudes ni defectos ni costumbres, no puedes saber si pasará rápidamente por tu vida o acabarás queriéndola o detestándola. Y sin embargo continuabas capítulo tras capítulo, junto a Frodo y Sam, los hobbits, esos pequeños seres que viven en la paz de la Comarca, en la monotonía de una felicidad cotidiana, y que se convierten de pronto en héroes involuntarios (porque no parecen estar hechos en absoluto para la lucha y la aventura); junto a enanos y elfos y hombres, en el viaje a través de la Tierra Media para salvar su mundo, para destruir el Anillo, en la lucha contra Sauron, el Señor Oscuro, y no tardarías en darte cuenta de que estabas atrapada, que ya no podías abandonarlos en el camino; y por la noche, a la luz de la lámpara de tu cuarto, abrías cada vez con más ansiedad el libro, devorabas páginas, te olvidabas del sueño, de que había que madrugar. Y como en otros tiempos, como en aquellos años en que una novela era sólo un instrumento de placer y olvido (no el modelo de una época literaria ni una estructura ni un estilo ni una obligación para un examen), era una historia real, tanto o más que tu propia vida, por la sencilla razón de que era más hermosa, y la leías con inocencia, ojos muy abiertos, manos crispadas, sucesivos sobresaltos y alivios; como entonces has podido verlo todo en tu habitación: los peligros, las victorias, los magos y los orcos, los bosques de Lothlórien, y las tinieblas de Mordor, el País de las Sombras; y entrecortado el aliento, sin parpadear siquiera, has asistido al final de la batalla: "...Y al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los Capitanes creyeron ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo que empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo."
Derrotado Sauron, Señor Negro, ¿qué nos queda? La narración declina hacia la muerte, no sólo de sí misma, sino del mundo narrado: los amigos se separan, comienza una época nueva en la Tierra Media, la de los hombres, una época de ocaso. Y dentro de algunos capítulos, para ti la aventura habrá acabado también; como Frodo, partirás de los Puertos Grises, alejándote para siempre, hacia el Oeste, hacia la realidad.
Disfruta, puedes todavía, de los últimos momentos. Cuando el libro se quede silencioso, en vano te fatigarás leyendo concienzudos ensayos sobre la vida de Tolkien, ese anglosajón católico que se entretenía inventando lenguas; sobre el significado último de su obra (el crepúsculo de un mundo que se aleja con nostalgia de días dorados, la lucha eterna entre el Bien y el Mal, el Poder encarnado en el Anillo que corrompe a todo aquel que lo desea); en vano, porque ninguna de esas teorías te permitirá recuperar esta emoción que ahora sientes, esta intensidad. En vano, así que déjate llevar sin más reflexiones, abre de nuevo el libro, continúa leyendo esta tarde, en la luz que aún queda junto a la ventana de tu cuarto.
Acuérdate, hace unos meses, cuando lo compraste. Tendrías que preguntarte primero qué te llevó a elegir ese libro y no otro, quizás precisamente el título sonoro, tan perfecto, uno de esos nombres que incitan a la lectura por sí solos, por su belleza. Pues bien, elegiste El Señor de los Anillos por lo que ese título te sugería, no sólo porque alguien te lo hubiese recomendado, sin que supieras de qué trataba y a pesar de los tres tomos.
Y al otro día empezaste a leer; siempre resulta difícil comenzar un libro, todo es demasiado nuevo, se tarda en habitar una historia como en relacionarse con una persona desconocida de quien no sabes virtudes ni defectos ni costumbres, no puedes saber si pasará rápidamente por tu vida o acabarás queriéndola o detestándola. Y sin embargo continuabas capítulo tras capítulo, junto a Frodo y Sam, los hobbits, esos pequeños seres que viven en la paz de la Comarca, en la monotonía de una felicidad cotidiana, y que se convierten de pronto en héroes involuntarios (porque no parecen estar hechos en absoluto para la lucha y la aventura); junto a enanos y elfos y hombres, en el viaje a través de la Tierra Media para salvar su mundo, para destruir el Anillo, en la lucha contra Sauron, el Señor Oscuro, y no tardarías en darte cuenta de que estabas atrapada, que ya no podías abandonarlos en el camino; y por la noche, a la luz de la lámpara de tu cuarto, abrías cada vez con más ansiedad el libro, devorabas páginas, te olvidabas del sueño, de que había que madrugar. Y como en otros tiempos, como en aquellos años en que una novela era sólo un instrumento de placer y olvido (no el modelo de una época literaria ni una estructura ni un estilo ni una obligación para un examen), era una historia real, tanto o más que tu propia vida, por la sencilla razón de que era más hermosa, y la leías con inocencia, ojos muy abiertos, manos crispadas, sucesivos sobresaltos y alivios; como entonces has podido verlo todo en tu habitación: los peligros, las victorias, los magos y los orcos, los bosques de Lothlórien, y las tinieblas de Mordor, el País de las Sombras; y entrecortado el aliento, sin parpadear siquiera, has asistido al final de la batalla: "...Y al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los Capitanes creyeron ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo que empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo."
Derrotado Sauron, Señor Negro, ¿qué nos queda? La narración declina hacia la muerte, no sólo de sí misma, sino del mundo narrado: los amigos se separan, comienza una época nueva en la Tierra Media, la de los hombres, una época de ocaso. Y dentro de algunos capítulos, para ti la aventura habrá acabado también; como Frodo, partirás de los Puertos Grises, alejándote para siempre, hacia el Oeste, hacia la realidad.
Disfruta, puedes todavía, de los últimos momentos. Cuando el libro se quede silencioso, en vano te fatigarás leyendo concienzudos ensayos sobre la vida de Tolkien, ese anglosajón católico que se entretenía inventando lenguas; sobre el significado último de su obra (el crepúsculo de un mundo que se aleja con nostalgia de días dorados, la lucha eterna entre el Bien y el Mal, el Poder encarnado en el Anillo que corrompe a todo aquel que lo desea); en vano, porque ninguna de esas teorías te permitirá recuperar esta emoción que ahora sientes, esta intensidad. En vano, así que déjate llevar sin más reflexiones, abre de nuevo el libro, continúa leyendo esta tarde, en la luz que aún queda junto a la ventana de tu cuarto.
Lola Robles, 1994