“Anoche soñé que volvía a Manderley”, dice Joan Fontaine al comienzo de Rebeca, versión Hitchcock. Alma cándida, se deja conducir mansamente por su viudo esposo a esa mansión sombría donde reina el fantasma de la otra, la difunta. Hermosa y al parecer perversa, lo más admirable es cómo Rebeca se adueña de la historia sin que la veamos una sola vez -irremediablemente me recuerda a Drácula, que en la novela de Bram Stoker nunca habla por sí mismo, pero cuya presencia siempre aludida domina por completo el relato y hace palidecer a los otros protagonistas, los representantes del Bien. Aquí igualmente: aquí la dulce y abnegada nueva esposa comprenderá pronto que no tiene sitio, porque su rival muerta era siempre más. Aunque el recuerdo de Rebeca es avivado no tanto por Max de Winter (Laurence Olivier) que bien la quisiera olvidar, sino por Mrs. Denvers, el ama de llaves, el personaje que más me fascina. Tan tiesa, tan oscura, tan incombustible en su pasión por su señora. Un amor soterrado pero que echa chispas: delirando un poco, diré que el incendio final es su símbolo. Si Rebeca se hubiera escrito en nuestro siglo, quizás Mrs. Denvers y la señora se habrían escapado juntas, y ése sería el auténtico motivo del despecho de De Winter.
Después del estreno de la película de Hitchcock, en España se empezó a llamar rebeca a esa chaquetita de lana que usaba en la misma ¿quién, lo adivináis? la pobre Joan Fontaine.