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25 de septiembre de 2008

ACERCA DE ERZÉBET BÁTHORY, LA CONDESA SANGRIENTA





“...que el viento que yo soplo sea furor y odio absoluto
Las Furias
(Monique Wittig. Borrador para un diccionario de las amantes)

(Ilustración: Grito, de Karmen F. Torre)

Resulta difícil hablar sobre ella, Erzébet Báthory, la Condesa Cruel, la noble húngara que en el siglo XVI hizo torturar y asesinar a más de seiscientas muchachas, que se bañaba en la sangre de sus víctimas para conseguir la eterna juventud, para conservar su belleza. La Loba, la Alimaña de Csejthe.

Hay dos libros fundamentales sobre Erzébet. Los dos llevan el mismo título: La Condesa sangrienta. Uno lo escribió la francesa Valentine Penrose. Otro, Alejandra Pizarnik, argentina. Las dos eran poetas. Ninguna escribe una biografía al uso. Sus libros son más bien divagaciones: lírica, caótica, esotérica, la de Penrose; más concisa, intensa y hermosa la de Pizarnik.

Erzébet Báthory nació en 1560, en Hungría, “el país más salvaje de la Europa feudal”, dice Penrose; entonces, como tantas otras veces, una tierra dividida: los turcos ocupaban el este y el centro; el resto se encontraba bajo el poder de los Habsburgo. Mientras, en Inglaterra reina Isabel I; Felipe II, en España; en Rusia, Iván el Terrible; la Reforma de Lutero estremece Europa.

Ella perteneció a una familia muy noble, uno de esos linajes ilustres y antiguos que tanto gustaban a Poe. “Los Báthory eran crueles, temerarios y lujuriosos”, escribe Pizarnik. Abundaban los locos, quizás a causa de los matrimonios consanguíneos. Los locos y los valientes. De ahí el poder, la fama de su apellido. A los quince años, Erzébet se casó con un guerrero, el conde Ferencz Nádasdy. Tuvieron varios hijos. Pero en 1604 Nádasdy morirá. A partir de ese momento comienzan los crímenes de su esposa.

Se habla de 610, 620, 650 víctimas. Se habla de la adhesión de la Condesa a la magia negra: para librarse de cualquier posible amenaza o daño; para mantenerse joven y hermosa. Fue una de las brujas que tenía a su servicio quien la inició en el crimen, quien le enseñó su significado, su finalidad.

Dicen que era lesbiana. Que tal vez no lo sabía, o lo consideraba uno de sus derechos de noble. Lo cierto es que sólo mató a mujeres, y que una de sus aficiones consistía en obligar a las jóvenes que servían en su castillo a trabajar desnudas mientras ella las miraba.

También dicen –Penrose y Pizarnik- que Erzébet era muy guapa, y vanidosa. Como la madrastra de Blancanieves, pasaba largas horas ante un espejo que ella misma había diseñado. Quizás le preguntaba por su belleza, o buscaba en la imagen del cristal algún indicio de su alma. Seguramente no lo encontró nunca. Para mantener su juventud, su hermosura, utilizaba la magia negra, y tomaba baños con la sangre de bellas muchachas, preferiblemente vírgenes. Ansiaba esa misma sangre con la misma sed que un vampiro.

Padeció el gran mal del siglo XVI: la melancolía. Siempre se aburrió de forma tremenda, asegura Penrose. Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa –ahora escribe Pizarnik- Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Este quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa... Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta puede iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. Pero por un instante –sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia- el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.

Es inevitable preguntarse qué sentía en realidad Erzébet Báthory mientras se hartaba de sangre y de muerte en la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Ni Penrose ni Pizarnik lo saben. Saben que no sabía lo que era el remordimiento. Atisban su soledad absoluta, lo terrible de su apatía incluso cuando contemplaba matar y morir. También resulta imposible no recordar a Sade, no definirla como sádica, ya que buscaba el placer provocado por el sufrimiento ajeno, el éxtasis en el crimen (dice Pizarnik: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir –jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo-. Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo). Al igual que un sádico, necesitaba saberse poderosa: como la Muerte, esa Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere; dueña de la vida y del dolor de otros.

¿Cómo no atreverse a conjeturar que todo esto se debía a que era incapaz de sentir realmente? Incapaz para el amor, desde luego. Incapaz de soñar. No era una soñadora, escribe Valentine Penrose. Una personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de preocupaciones de orden práctico: tras la espesura de las futilidades, de las vanidades, de las riñas domésticas, de las complicaciones familiares, ahí es donde se ensancha, en lo más hondo, el gran lago cruel.

Ni siquiera le era posible saciar su sed de sangre, a diferencia de un vampiro. Una vez, y otra, después de la crueldad, el frenesí, los gritos de loba al contemplar el dolor, la agonía, la muerte de sus presas, retornaba la quietud, el silencio, las horas lentas, el hastío. Y es que, a diferencia de un vampiro, el sádico repite sus crímenes no por hambre, sino porque ninguno de ellos consigue su objetivo: hacer duradero, auténtico, verdaderamente suyo, el goce. El placer se escapa de nuevo, y la criminal se queda inerte, hueca.

Me hago otra pregunta: ¿cómo puede fascinar un personaje como Erzébet Báthory, si no a Valentine Penrose, sí desde luego a Alejandra Pizarnik? Esta comienza su obra con una cita de Sartre: El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza. Y continúa, refiriéndose a la biografía escrita por Penrose, y en la que ella se basa para escribir a su vez sobre Erzébet: La perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son tan evidentes que Valentine Penrose se desentiende de ellas para concentrarse exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje. No es fácil mostrar esta suerte de belleza. Valentine Penrose, sin embargo, lo ha logrado, pues juega admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia. Palabras que podría aplicarse a sí misma la poeta argentina. Después, en capítulos escuetos, Pizarnik nos describe minuciosamente los placeres de aquella dama sombría (o más bien horriblemente tenebrosa, como la califica Penrose) Instrumentos, modos de tortura: la Virgen de hierro. Había en Nuremberg un famoso autómata llamado “la Virgen de hierro”. La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la “Virgen” entre en acción, es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que está más cerca de ella –en este caso una muchacha. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos.

Torturas clásicas: Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años- y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas: les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les practicaban incisiones con navajas. La sangre manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?) También los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne –en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba... En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía... Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)
Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de cenizas en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.

¿Se trata de un simple juego intelectual, literario, de un intento de emular a los poetas malditos, su estética del Mal, sus provocaciones? ¿O es que la sensibilidad de Pizarnik, sin duda extremada hasta lo enfermizo, le permitía vislumbrar cuán imprecisa es la frontera entre el placer y el dolor, el goce refinado y la tortura, y sobre todo, adivinar ese gran lago cruel que puede ocultarse incluso en las vísceras de aquellos a quienes repugna Erzébet Báthory? Laberintos subterráneos, cámaras secretas, puertas condenadas. Así era Csejthe, el castillo de los Cárpatos donde vivió, donde habrá de morir la condesa. En los sueños nocturnos, el castillo acostumbra a ser una metáfora de nosotros mismos.

La historia de Erzébet Báthory acaba así:
Durante seis años la condesa asesinó impunemente. En el transcurso de esos años, no habían cesado de correr los más tristes rumores a su respecto. Pero el nombre Báthory, no sólo ilustre sino activamente protegido por los Habsburgo, atemorizaba a los probables denunciadores. Hacia 1610, el rey tenía los más siniestros informes –acompañados de pruebas- acerca de la condesa. Después de largas vacilaciones decidió tomar severas medidas. Encargó al poderoso palatino Thurzó que indagara los luctuosos hechos de Csejthe y castigase a la culpable. (Pizarnik)

Thurzó era pariente político de la condesa. Parece ser que era asimismo un hombre justo y honrado. En compañía de sus hombres, llegó a Csejthe sin anunciarse. La noche anterior había tenido lugar una nueva ceremonia sangrienta. Erzébet, sabedora del peligro que se avecinaba, se había mostrado más salvaje, más frenética que nunca. Sus cómplices quedaron tan agotados ese día que no limpiaron la sala de torturas, como era costumbre hacer. Thurzó bajó a los subterráneos, vio los muros salpicados de sangre, el cadáver de una joven desnuda, otras dos que agonizaban en un rincón; vio la Virgen de hierro, y en una de las celdas a un grupo de muchachas que aguardaban su turno para morir y que le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras muertas. Trastornado, Thurzó buscó a Erzébet para acusarla. Cuando la encontró, ella no negó nada; proclamó, por el contrario, que todo entraba en sus derechos de mujer noble y de alto rango.

Se inició un proceso, pero no contra Erzébet sino contra sus cómplices: las criadas viejas y horribles. Fueron quemadas en la hoguera. A Erzébet se la condenó a prisión perpetua en su castillo. No se atrevieron a ejecutarla. Ese castigo hubiera podido ser un mal ejemplo para el pueblo, un peligro para otros nobles.

La emparedaron en su habitación. Se muraron las puertas y ventanas del aposento. En una pared se hizo un agujero para poder pasarle la comida.

Así vivió más de tres años, -termina Pizarnik- casi muerta de frío y de hambre. Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió por qué la condenaron. El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época escribía: Murió hacia el anochecer, abandonada de todos.
Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Solo un quedarse en suspenso en el exceso de horror, una fascinación por ese vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable.
Como Sade en sus escritos, como Gilles de Rais en sus crímenes, la condesa Báthory alcanzó, más allá de todo límite, el último fondo del desenfreno. Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible.
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Lola Robles, 1996
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(Referencias bibliográficas:
Valentine Penrose. La Condesa sangrienta. Madrid, Siruela, 2001.
Alejandra Pizarnik. "La Condesa sangrienta", en Prosa completa. Barcelona, Lumen, 2002, pp. 282-296. (Palabra en el tiempo, 317)
Javier García Sánchez. Ella, Drácula: vida y crímenes de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta. Barcelona : Planeta, 2006 .