LA ACADEMIA DE MECANOGRAFÍA Y MI MÁQUINA OLIVETTI.
A los trece años, empecé a acudir a una academia de mecanografía. También daban taquigrafía. La mayor parte del alumnado éramos mujeres, chicas jóvenes. Me acuerdo de la profesora, muy agradable. Teníamos mesas individuales y, sobre cada una de ellas, una máquina. A las y los principiantes nos tocaban las más antiguas, pesadas, negras, de esas que ahora son una reliquia. A mí me encantaban, sus teclas con el borde de color plata u oro, los tipos levantándose para marcar el papel metido en el rodillo. Había que cambiarles la cinta ensuciándose los dedos. Quien no haya escuchado el sonido de esas teclas y de los carros a toda velocidad, en un examen, no podrá imaginarse lo impresionante que resulta.
He recuperado la máquina Olivetti Studio 45, verde, que me compré entonces. Era más moderna que aquellas de la academia, claro. Tiene una tecla roja que destaca entre las demás, negras con letras blancas. No la puedo utilizar: la cinta se ha secado. Quizás logre conseguir una nueva; algún día no muy lejano lo intentaré.
Tantos años después, ahora que vivo en el mismo barrio donde crecí, he tratado de encontrar el local donde estuvo esa academia de máquina, pero ni siquiera recuerdo el sitio exacto, solo la calle. Ya no existe, en todo caso; más aún, ni sombra ni memoria de ella queda, como escribió Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache.