En
la casa de los sueños
Carmen María Machado
Barcelona, Anagrama,
2021
320 páginas
¿Qué hacemos con este
libro? Leerlo resulta una estupenda idea. Está bien escrito, muy bien escrito. Enlaza
capítulos de distinta extensión, algunos muy breves, otros más largos, aunque nunca
demasiado. El orden no es cronológico ni hace falta. Hay numerosas elipsis que
se agradecen, porque no se pierde en detalles irrelevantes. No expone datos
concretos sobre la pareja que la autora tuvo. Supongo que se habrá considerado
la posibilidad de una demanda, pero lo cierto es también que no hace falta conocer
nombres. Lo importante no es el cotilleo, si no el problema en sí. Ignoro si
las referencias a lugares son auténticas, aunque de nuevo da igual dónde se
encuentra la casa de los sueños. Se trata, ante todo, de un lugar hermoso e
idílico, apartado del mundanal ruido, el tópico del locus amoenus, en plena naturaleza, por supuesto. Un sueño que,
poco a poco se descubrirá como falso o, más bien, se transformará en pesadilla.
No porque la naturaleza en sí esconda peligros y monstruos. El monstruo viene
de fuera, es humana. Es la mujer dueña de la casa de los sueños y la pareja de
la narradora.
Cuando se conocieron, esta mujer parecía maravillosa. Guapa, rica, amable, seductora, inteligente, culta. Al principio, pretendía mantener una relación abierta, poliamorosa, con su novia de entonces y con la narradora. Luego, opta por vivir solo con esta última. La ama demasiado, dice. La narradora se cree en una nube: por primera vez, se siente deseada sexualmente, amada por completo. Todo le parece espléndido y más aún la futura vida en esa casa. Su autoestima, no demasiado alta, crece. Mejora la relación con su propio cuerpo. Es la felicidad, la plenitud, el júbilo.
Y, entonces, empezamos
a asistir a un proceso que conocemos bien. Se nos cuenta con un estilo liviano,
incluso poético, aunque el contenido se vuelve más y más estremecedor. Primero,
viene una reacción inesperada por parte de la mujer de la casa de los sueños,
un exabrupto violento que sorprende a la narradora, la cual no sabe qué hacer.
No le da importancia. Más tarde, insultos y agresividad verbal, gritos, celos,
amenazas. Una escalada que llega a la violencia física, no tanto de golpes
contra la narradora sino contra las cosas. La protagonista se ve obligada
incluso a encerrarse en el baño, mientras la otra mujer grita y golpea la
puerta. No hace falta que te peguen para tener miedo, la amenaza basta. Parece
posible que su pareja tenga un trastorno de personalidad y, de hecho, accede a
ir a terapia, pero al poco tiempo la deja, asegura que el terapeuta le ha dicho
que está perfectamente. En el aislamiento de la casa de los sueños, la
felicidad increíble, tanto tiempo anhelada, se corrompe. Resulta difícil de
aceptar. Sin duda, hay buenos momentos que contrarrestan la brutalidad de
otros. Aun así, nos preguntamos por qué la narradora no dice que ya basta, no
huye, no corta la relación, sino que lo hace la dueña de la casa y la otra
mujer llora y sufre y quiere volver.
Estamos ante un proceso
y una situación que se parecen mucho al de la violencia machista, aunque aquí
se llame violencia doméstica o intragénero. “Se repiten los roles
patriarcales”, diremos. Sí. La narradora no puede creerse lo que le está
sucediendo, trata de buscar justificaciones y excusas. Nosotras, las lectoras,
quizás también. Pero nos lo sabemos de memoria: la seductora ha ocultado su
verdadero rostro, solo lo muestra con el paso del tiempo. La víctima se
encuentra desamparada, aunque sea una mujer culta, con independencia económica.
No, no es justamente lo mismo que la violencia machista en una pareja. La mujer
de la casa de los sueños repite roles patriarcales, pero no es un varón y le
falta el apoyo y la sanción de la familia y sociedad, la mayor fuerza física,
la supremacía económica. Sin embargo, ambas violencias se parecen tanto que nos
preguntamos: ¿qué hacemos con esto, sobre todo desde el feminismo?
Todas conocemos este
tipo de situaciones. Las hemos visto cerca, en amigas por ejemplo. Lo hemos
vivido en carne propia. Sabemos que las mujeres lesbianas, sobre todo las más
visibles, las feas, las masculinas, han soportado un enorme estigma social. La
marginalidad, la abyección, causan graves trastornos de personalidad, incluso
problemas de salud mental. Pero la mujer de la casa de los sueños no responde a
esas características, no es una gorda lesbiana camionera fea, bruta y con un
trabajo precario. No todas las lesbianas responden a ese tópico lesbófobo.
“La violencia es
violencia la ejerza quien la ejerza”. Sí y no. Hay agravantes cuando el agresor
(o agresora) tienen más poder que la víctima, poder de cualquier tipo: de
género, de raza, de clase, de edad, de capacidad física.
“Yo es que soy muy
sincera” (horror). “Mi amiga… o Mi admirada líder tienen un problema de formas,
lo importante es el contenido”. “Tú también insultas”.
Los seres humanos
necesitamos tener un buen concepto de nosotros mismos. Por eso nos es tan
difícil admitir nuestra propia violencia y la de nuestras personas queridas, de
aquellas a quienes admiramos o que forman parte de nuestro grupo. No a todo el
mundo le pasa esto, pero sí a una mayoría de personas. Quizás es una forma de
supervivencia psíquica.
“Si las mujeres
mandaran, el mundo sería diferente, sería mejor”. Bueno, puede que fuera
distinto, tal vez menos violento físicamente. Pero eso se debería al género que
se pide abolir, no a motivos biológicos, salvo que creamos que las mujeres nos
comportamos así por nuestra condición de madres, que no todas tenemos. Tampoco
sabemos cuánto duraría ese estado de menor violencia.
“Las relaciones
lésbicas son una alternativa política y personal a la heterosexualidad
patriarcal, si no repiten los roles de género tradicionales. La cuestión está
en que esas mujeres que entablaran relaciones entre sí fueran también
feministas. Esto valdría igualmente para el presupuesto “si las mujeres
llegáramos al poder…”, antes comentado. Parece que estamos ante el punto clave,
el feminismo. Durante el siglo XX, algunas autoras escribieron utopías
feministas en las que imaginaban sociedades solo de mujeres: Charlotte Perkins
Gilman y su “Herland” (1905), Joanna
Russ en “El hombre hembra” (1975), o James Tiptree Jr.–Alice Sheldon en “Houston, Houston, ¿me recibe?”(1976).
Pero esta utopía ¿es creíble ya? Para mí, desde hace mucho, no. En absoluto.
Saber que nos
maltratamos entre nosotras alegrará mucho a los machistas, a los garrulos, a la
ultraderecha, a los que claman oponiéndose a la Ley contra la Violencia de
Género porque la consideran injusta y discriminatoria hacia los varones.
Ocurrirá, en efecto, por eso es mejor afrontar el tema y buscar soluciones. Si
hay personas desamparadas ante otros tipos de violencia diferentes a la
machista, y que no tienen una legislación específica que las proteja, habría
que luchar para que la consiguieran, no para que desapareciesen las medidas
especiales de la LCVG.
El amor romántico. Otro
de los temas que trata Machado en este libro. La narradora es presa de él, como
tantas otras lo hemos sido. El amor como sufrimiento, dolor, pena, desgarro,
aflicción. Pese a la actitud violenta de la mujer de La casa de los sueños, la
protagonista siente que la continúa amando, que se siguen amando. Quiere seguir
con ella, se derrumba cuando es abandonada.
Hace poco ha muerto
Raffaella Carrà. Yo la conocía desde niña, pero, en realidad, no le hacía mucho
caso. La veía, tan alegre, simpática, con vestidos brillantes y ceñidos,
contorsionándose (era una excelente bailarina), con su característico pelo
rubio y cantando canciones que me parecían típicas del verano. Y, sin embargo,
ahora las escucho: “para hacer bien el amor hay que venir al sur. Lo importante
es que lo hagas con quien quieras tú”; “…y si te deja, no lo pienses más,
búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar”. No decía: “quiero emborrachar mi
corazón para apagar un loco amor, que más que amor es un sufrir”; “ya no puedo
rebajarme ni pedirle ni llorarle ni decirle que no puedo más vivir. Desde mi
triste soledad veré caer las hojas muertas de mi juventud”. Pero nos enganchaba
mucho más el tango que la propuesta de Carrà, una mujer libre. Ese amor ha sido
una trampa para muchas heterosexuales o lesbianas.
Sabemos lo difícil que
es salir de una relación de maltrato, porque la otra persona nos echa la culpa
de todo y la creemos. Porque pensamos que tiene un problema psicológico,
pobrecilla, es una enferma y puede curarse. Porque creemos que cambiará. La
historia de siempre.
Ser víctima de
maltrato, de discriminación, de opresión, no nos convierte en seres de luz, ni
siquiera en buenas personas. También podemos ser y convertirnos en victimarias,
como lo hace la mujer de la casa de los sueños. En estos momentos, parte del
feminismo se está comportando con enorme crueldad, brutalidad y violencia
contra las mujeres trans. No lo ven, no quieren verlo y se excusan con la
violencia que también se da desde la otra parte. El problema de las víctimas es
caer en el victimismo. Este consiste en no ver más que a través de esa
condición, considerar que nuestra situación es siempre la peor de todas, que
nuestros derechos son los más importantes, pero quedan sistemáticamente
relegados, que tenemos que dedicarnos en exclusiva a ellos porque caso
contrario nadie lo hará e incluso que todo el mundo quiere quitárnoslos.
Estas son las
reflexiones que me ha traído la lectura de En
la casa de los sueños. Ya he dicho, y repito, que desde el punto de vista
literario merece mucho la pena como lectura.