Eran historias muy simples, de aventuras y románticas. Solía inspirarme en libros, tebeos, películas y series de televisión, aunque muchas veces no de manera consciente. Cuanto veía o leía se me quedaba en el recuerdo y lo transformaba en una ficción propia. Al cabo de algunos años, me di cuenta de que aquellas novelitas eran muy malas, llenas de tópicos. Y, en mi atroz adolescencia, las rompí. Creía que hay que tirar a la basura las obras mal escritas; después, la experiencia me enseñó que es mejor guardarlas, aunque sea en un cofre cerrado o en una carpeta escondida. Hoy me encantaría conservar aquellos pequeños tesoros, puros y espontáneos.