Corren tiempos en que los escritores pululamos por doquier. Hay un montón de gente que escribe, hay un montón de gente que quiere publicar, y una avalancha de novedades en las librerías. Antes, las librerías tenían sobre todo obras de fondo, y las novedades eran limitadas. Cuando estudié Filología Hispánica, todavía era posible estar al tanto de esas novedades. Hoy no sólo no es factible leer todo lo que aparece, sino incluso enterarse de ello. Si te interesa un libro que acaba de editarse, cómpralo rápido porque en pocos meses será prácticamente ilocalizable, excepto los bestsellers.
Vivimos pues una época de sobreabundancia de libros en papel, a los que pronto se unirán los electrónicos (bienvenidos sean por muchos motivos). Y a esto se une Internet, con todas sus posibilidades para quienes escribimos: publicar en páginas web, tener nuestro propio blog… Internet ofrece una libertad indudable; puedes olvidarte de la ingrata tarea de buscar editorial, enviar tu manuscrito (si lo aceptan), que te lo rechacen, no saber entonces qué hacer con él… Sin duda las editoriales reciben demasiado material y es imposible editarlo todo, pero llama la atención sin embargo que, con tanto volumen como se publica (y desde luego no siempre de buena calidad), sea a la vez tan difícil que te acepten un libro. Los escritores de valía necesitan más suerte y perseverancia que nunca para resistir en su vocación.
Este, el libro, sigue teniendo su valor creativo o intelectual, supongo, pero es también (¿o sobre todo?) un objeto con fecha de caducidad como ya mencioné antes (¿obsolescencia programada?), y un producto comercial más. Lo importante es vender; si no vendes, aunque escribas muy bien olvídate de que te publiquen. Las grandes editoriales son industrias, las pequeñas e independientes deben sobrevivir y, aunque apuesten por la calidad literaria, saben que su capacidad de difusión es muy limitada frente a la capacidad publicitaria de las macroeditoriales.
Que haya tantas personas escribiendo – intentando publicar – publicando, en papel o en Internet, supone una democratización de la escritura, semejante a la que se dio respecto de la lectura con la invención de la imprenta. Eso es bueno. Pero cuantos más escritores y libros hay, más obras de mala o mediocre calidad aparecen, es cuestión de estadística. Y no aumentan los libros buenos: será la ley de Sturgeon: el 90 por ciento de todo (lo que se escribe, lo que se publica) es basura.
Textos malos o pésimos los ha habido siempre, y aunque yo acabo de deplorar la censura que suponen las editoriales, al menos suelen ser un filtro para muchos textos nefastos, cuyos autores sin embargo tienen vía libre e impúdica para llevarlos a Internet.
Todas estas reflexiones, no me cabe duda de que no muy originales, me las ha suscitado la lectura de la novela de William Somerset Maugham, El filo de la navaja (1944).
Maugham (1874–1965), británico aunque nació en Francia, país donde residió gran parte de su vida (viajó también mucho, y por cierto trabajó como espía para Gran Bretaña) era un autor de los de antes: vivió como escritor tanto en lo económico como en lo social. Y es que en su época ser escritor era una vocación y un oficio que solía marcar de la niñez a la muerte, una dedicaciónm constante y plena, no un entretenimiento ni una ocupación secundaria a otras. En su caso además, fue un autor de gran éxito, pues por supuesto entonces también había escritores que se quedaban en el camino y/o no pudieron subsistir con ese trabajo.
El filo de la navaja fue un bestseller, aunque de excelente calidad; sin florituras estilísticas ni técnicas experimentales pero todo un novelón. Me temo que de esos se escriben hoy pocos. Acepto que se me tache de elitista en este asunto, pero mi vista es demasiado deficiente para perder el tiempo leyendo obras sin sustancia. Prefiero volver a los clásicos.
La obra de Maugham atrapa porque la trama está muy bien construida, y sobre todo por la espléndida creación de personajes, y la profundización en los sentimientos, pasiones, defectos humanos.
Se trata además de una de las primeras aproximaciones narrativas a la filosofía oriental, a través del personaje de Larry, un joven, guapo y encantador muchacho estadounidense, quien abandona un futuro lleno de promesas de éxito económico y laboral, y a una hermosa mujer, su novia, para estudiar y viajar. Marcado por una experiencia traumática durante la guerra (la I Mundial), Larry es un contraejemplo del sueño americano, un bicho raro en su sociedad. Lo que busca en sus viajes por Europa y la India es el significado de la vida, y a Dios, y a sí mismo. Su desapego hacia el dinero y lo material no sólo se confronta con el tradicional modo de vida y de pensar yanquis (de ahí que todos los personajes de la novela, excepto el narrador, trasunto del propio Maugham, sean incapaces de entender la actitud y decisiones de Larry), sino también con el nuestro, el de la mayoría de los que vivimos en la actualidad en sociedades acomodadas, por mucha crisis que haya.
Volviendo a la cuestión de la sobreabundancia, ese pensamiento, filosofía, religiosidad con la que Larry se encuentra en la india, la podemos hallar ahora en múltiples versiones y en múltiples lugares: pronto habrá supermercados para esos productos. De acuerdo, una de las consecuencias positivas de la globalización es que puedes aprender tai-chi en el centro cultural de tu barrio, y no tienes que irte al Himalaya para contactar con un yogui, lo que estaría entonces al alcance sólo de unos pocos. El problema, al igual que respecto a la literatura, es que el exceso de oferta de creencias religiosas orientales o incluso métodos de salud conlleva un porcentaje de adulteración o incluso timo.
Realmente, El filo de la navaja resulta una novela curiosa, por ese acercamiento entre un hombre occidental y la India, que hoy ya no tienen nada de extraño. La novela se lee bien y todavía nos puede suscitar reflexiones sobre nuestras sociedades del bienestar, y sobre los verdaderos valores de la existencia humana.